18.5.07

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Eran las 3. Llovía adentro. Afuera, en cambio, el asfalto quemaba.

Acortabas las palabras, te dejabas llevar. Te movías diferente. No estabas apurada; en cambio, te notaba relajada, calmada, dominante de toda situación. Tu andar por la casa era pacifico, libre. La camisa prestada, esa blanca, de algodón, te quedaba grande. Tu única prenda.

Sentado, yo, como idiota, te miraba. Tímido, pero te miraba. Mi rostro viajaba en el tiempo y tomaba la expresión de un púber, de un ignorante; de un joven que experimenta lo prohibido, que presencia algo que sabe que no debe, algo en lo que le han educado en no conocer, pero aun así, como hipnotizado, no cede, se queda, lo disfruta, temerosamente. Me hubiera quedado en tal estado por horas, años, décadas; si no fuera por tu imprudencia de aceptar mi mirada, de devolverla. Me acababas de robar 15 años, y en un infinito instante, me robaste la inocencia. Me sentí desnudo, sucio, impropio.

Vos, vos en cambio sabias lo que hacías. Me mirabas, me insinuabas, me delatabas tus intenciones.

Yo, yo como hipnotizado, no cedí, me quedé, lo disfruté, temerosamente.
Comenzaste a moverte mas lento, por poco danzando, seduciéndome, intimidándome.

El peso del trabajo acumulado, la tensión que se formaba en mí, los músculos atentos, preparados para reaccionar instintivamente, me preparaba para defenderme de vos.

Te acercabas, una eternidad por paso, te sentabas sobre tu vanidad sintiendo al mundo aclamar debajo tuyo. Eras ajena, nada te podía sacar de tu vanagloria. Y me invitabas a subir con vos. Me obligabas a subir con vos. Me arrinconabas, me desarmabas, me sacabas toda la defensa. Pero en realidad me liberabas.

Te quedaste a quince centímetros de la silla y te comenzaste a reír. Era una risa suave, simpática, inocente, era una risa de niña. Pero eso no te detuvo. Te inclinaste hacia mí, sin tocarme. Respirabas mi aire y lo viciabas de una tensión insostenible. Tu calor corporal se me hacia evidente. Yo, el estúpido, ignorante, me encaprichaba en tenerte y aun así tenia un invisible lazo que me ataba, me sostenía y no podía avanzar. Ni un ápice. Ni un centímetro, que era lo que me distanciaban de vos.

Sabias cuando moverte, y cuando latigueé mi cabeza, te fuiste. El coraje que me tomó intentar tenerte se desvaneció. Me retraje, me intimidé. Vos jugabas conmigo. En silencio me retaste, me indicaste quien mandaba.

Aun riéndote, te sentaste enfrente mío, encima mío. Tus piernas, acuclilladas, una en cada costado. Yo, exaltado, excitado, desmesurado, pálpitos lentos, pero fuertes retumbando en mis oídos. La sangre se detenía, hacía una pausa en mi cabeza, y luego seguía su curso. Yo, retraído, estaba por perderme. Vos lo notaste. Me agarraste del cuello de la remera. Con fuerza, con autoridad. Con tu mano derecha me sostenías y me acercabas, con tu mano izquierda te sostenías en la silla, tus piernas seguían equilibrándote en la silla, el resto de tu cuerpo se me insinuaba, me descontrolaba. Era inminente, y aun así fue sorpresivo. Tus labios, húmedos de tanto insinuarme, rozaron los míos, secos por los nervios. Tu autoridad se esfumó. Tu humedad me invadió. Te sostuve de la nuca y no te dejé escapar. Mi boca presionaba sobre la tuya, buscando tenerte, como si no te pudiera alcanzar. Mi lengua, exploraba, se aliaba con la tuya, entendían mejor la situación que vos y yo. Se fundían. Te quería. Te quiero. Te tengo. Sos mía.

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